
Desde que Jorge Newbery se elevó en un aparato frágil sobre la costa del Río de la Plata, la Argentina entendió que el cielo no es solo un espacio físico: es un territorio simbólico. Allí se juegan soberanía, ambición, modernidad y, en algún punto, identidad. Lo que sucedió ayer con la llegada y presentación de los primeros F-16 vuelve a ubicar ese debate donde siempre debió estar: en el centro de la conversación nacional.
El acto, abierto al público y acompañado por un sobrevuelo que capturó la atención de miles de personas, tuvo más densidad que espectáculo. No fue apenas un despliegue de potencia: fue la señal de un Estado que retoma una responsabilidad postergada. La Fuerza Aérea, tras la baja de los Mirage en 2015, había quedado sin un sistema de intercepción moderno y sin capacidad real para controlar el espacio aéreo con eficiencia. Ayer, ese vacío comenzó a cerrarse.
Como advertía Albert Camus, “la verdadera generosidad hacia el futuro consiste en entregarlo todo al presente”. Y en materia de defensa, entregarse al presente implica decidir, invertir y asumir que no hay soberanía posible sin protección. Es una verdad incómoda, pero inevitable.
Reducir la jornada a un simple espectáculo sería no comprender su dimensión. En un país acostumbrado a las urgencias, recuperar una capacidad militar clave no es un gesto bélico; es un acto de madurez institucional. La defensa no es un lujo que se activa cuando sobra dinero: es un pilar. Quien no lo entiende confunde paz con desinterés y neutralidad con vulnerabilidad.
El público que ayer levantó la vista no observó solamente aviones. Vio un símbolo: el retorno de una idea que parecía deshilacharse. En los rostros hubo sorpresa, emoción y también cierto orgullo silencioso. No por la máquina en sí misma, sino por lo que representa: horas de entrenamiento, mantenimiento riguroso, profesionalismo y un compromiso que rara vez aparece en los titulares.
Hay quienes sostienen que incorporar los F-16 no cambia la matriz de defensa. Y es cierto: no la cambia por sí sola. Pero sí marca un inicio. Una política de defensa se construye con continuidad, no con fotos. Y el país —si es honesto consigo mismo— debe sostener lo que empezó ayer: infraestructura, pilotos, logística y una visión estratégica de largo plazo.
Argentina necesita custodiar su cielo porque necesita custodiar su palabra. Un país que no protege su territorio aerocomercial, sus rutas, sus fronteras y su espacio estratégico no puede hablar en voz alta en el escenario global. La defensa no es solo fuerza: también es respeto.
Ayer ocurrió algo infrecuente en la vida pública: por un instante, la mirada colectiva dejó de apuntar al suelo de los problemas diarios y se elevó hacia arriba. Ese gesto, pequeño pero potente, recordó algo obvio que suele olvidarse: ningún país se desarrolla si no se toma en serio.
Como escribió Rilke: “La patria es la infancia del porvenir”. Ayer, en ese ruido de motores atravesando el cielo argentino, hubo un anticipo de ese porvenir. No perfecto, no suficiente, pero real.
También es justo reconocer que, en este punto, el gobierno nacional tomó una decisión correcta y necesaria: asumir que la defensa no puede seguir relegada. Fortalecer a las Fuerzas Armadas, modernizar sus sistemas y recuperar capacidades básicas no es un gesto político, sino un deber de cualquier administración que entienda que la soberanía se ejerce, no se declama. Acompañar la incorporación de los F-16 con planificación, inversión y transparencia habla de un rumbo que, al menos en esta materia, ubica al país en una senda adulta y responsable.
Que el país haya decidido volver a custodiar su cielo no es un acto técnico: es un acto de dignidad.
Por: Dr. César Jofré
